NEGOCIO REDONDO
Definitivamente Juan y Carlos habían nacido para ser hermanos; tal vez por eso, sus padres, en algún momento, desde diferentes rincones del país, habían decidido vivir en Chiloé, justamente uno al lado del otro, como si el destino fuese una suerte de lotería y ellos se la hubieran ganado.
Cuando las pandillas del barrio habían decidido establecer sus dominios, ambos amigos se apartaron de las luchas tribales y eligieron el camino de los rufianes a la edad en que muchos de nosotros aún se mojaban los calzoncillos en un ataque risas.
No participaron de la suerte juvenil; es decir: jugar a equivocarse, hacer el ridículo y madurar hasta que los padres así lo estimasen.
En el ambiente crapuloso donde se criaron, quisieron hacer las mismas fechorías que habían oído una y otra vez, como si fuera la única escuela de iniciación para sus días venideros.
Nuestras pandillas, a pesar de las constantes batallas que se libraban por ganar un espacio donde jugar una pichanga o nadar por el río, siempre establecían treguas para realizar campeonatos de barrios o silbar juntos a las chiquillas que paseaban. En estas fechas, ellos también eran invitados a participar por falta de jugadores o lo que haya sido, pero ambos amigos preferían alejarse y planear sus negocios.
Una tarde cuando ya no quedaba tiempo para la razón, Juan y Carlos decidieron planear un atraco a la bodega de vino que se había instalado en las dependencias de una iglesia evangélica, allí mismo donde el pastor hacía sus cultos.
Previamente habían oído de un proyecto de reciclaje de vidrios y cartones, motivo por el cual un vendedor callejero había instalado una receptora de materiales en el centro de la ciudad. El negocio era tan bueno que ya no salía a vocear: compro papeles y botellas.
Se deslizaron como si fueran babosas en la humedad de la noche y, así mismo, ingresaron por una rendija que les permitió el acceso a las garrafas de vino.
Trabajaron arduamente y acumularon su botín en la cascada…
Al día siguiente aparecieron con garrafas vacías por la receptora de reciclaje.
El comprador les preguntó, después de algunas ventas furtivas, dónde encontraban tantas garrafas vacías; y ellos, como si pretendieran establecer un negocio serio y constante, no pudieron aguantar más su insólita estrategia comercial y le contaron la procedencia.
– ¿Y qué hacen con el vino? – les preguntó el asombrado comerciante.
–Las vaciamos en el río para que nadie se de cuenta – contestaron con la cara llena de satisfacción.
Héctor Véliz Pérez-Millán
Escritor
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